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«Carmen»: Regresa al Liceu la mítica producción de Calixto Bieito de la ópera de Bizet

Carmen en el Gran Teatre del Liceu con producción de Calixto Bieito

Presentada por primera vez en Peralada en 1999, la Carmen de Bieito es una propuesta del Liceu convertida en gran éxito internacional. La acción de la ópera se traslada a finales de la década de 1970, en una Ceuta peligrosa en la que se reúnen varios de los tópicos y los iconos estéticos de la España de la Transición. El Maestro Josep Pons dirige el Coro y la Orquesta Sinfónica del Liceu y un excelso conjunto de cantantes entre los que destacan Clémentine Margaine y Varduhi Abrahamyan en los roles de Carmen y Michael Spyres y Leonardo Capalbo encarnando a Don José.

 

El escenario del Gran Teatre del Liceu vuelve a acoger la mítica producción de Calixto Bieito de la Carmen de Bizet, que se podrá ver del 4 al 17 de enero con un total de doce funciones, contando la sesión LiceUnder35 que tendrá lugar el 3 de enero.

 

El maestro Josep Pons dirige una colosal partitura que toma vida con el Coro y Orquesta del Gran Teatre del Liceu, Coro infantil – VEUS Amics de la Unió y un cast excepcional que cuenta con nombres destacados como los de Clémentine Margaine, Varduhi Abrahamyan, Michael Spyres, Leonardo Capalbo, Eric Greene, Simón Orfila, Adriana González, Jeanine De Bique, entre otros.

 

La historia es sencilla: Don José, un general de brigada del ejército español, cae embrujado por Carmen, una gitana temperamental cuyo gran don es hacer perder la cabeza a los hombres. Por ella, Don José renunciará a todo –familia, honor, salud– sin obtener nada más que desprecio y el abandono posterior: Carmen preferirá a Escamillo, un torero de éxito, y dejará a Don José solo y en la miseria. Su reacción visceral será la venganza por celos, y asesinará a Carmen en Sevilla, a las puertas de una plaza de toros.

 

Víctor Garcia de Gomar, Lucía Astigarraga, Josep Pons, Clémentine Margaine y Varduhi Abrahamyan. Foto: Toni Bofill.

 

Bizet construyó su partitura con ritmos de aire folklórico español –los más eminentes son la seguidilla y la habanera, que conocía gracias a libros de música, pues nunca visitó España–, varias arias líricas de enorme pasión, herederas de las de maestros como Gounod, y un motivo recurrente, lento y oscuro, que anticipa la muerte de Carmen. La imaginación de Bizet fue en esta ocasión desbordante: en sus cerca de tres horas, la ópera no baja ni el ritmo ni el nivel, no le sobra nada. Ahora bien, el primer público en París, en su estreno de 1875, no lo percibió así, y Carmen fue recibida inicialmente con frialdad: no fue hasta su paso por Viena, un año más tarde, cuando comenzó a admirarse como la obra maestra que es. Un éxito que Bizet no pudo disfrutar, pues falleció –de un ataque al corazón mezclado con, cuenta la leyenda, la tristeza por su fracaso inicial– tres meses después del estreno.

 

La producción

 

La producción de Carmen, firmada por Calixto Bieito, podría definirse con muchos adjetivos –sexy, grotesca, violenta, subversiva–, pero hay dos que, a día de hoy, admiten poca discusión: incombustible y pertinente. El primero hay que aplicarlo porque esta versión se acerca ya a los 25 años de presencia en los principales teatros internacionales, sin que parezca que vaya a dejar de representarse en mucho tiempo: tiene gasolina de sobra.

 

Bieito estrenó su Carmen, deliciosamente rancia y cañí, en el festival de Peralada de 1999, en lo que era una coproducción con los teatros de Turín, Palermo, Venecia y el propio Liceu, y poco a poco se ha convertido en una de las producciones más icónicas, si no la que más, de la obra maestra de Bizet por su atrevimiento estético, por su audacia al tocar aspectos altamente sensibles que subyacen en el espíritu de la obra, y porque el paso del tiempo no le ha restado ni un mínimo de actualidad. De ahí que también haya que subrayar su pertinencia porque, si tal como defiende Bieito, Carmen fue el primer caso en la historia del teatro en el que se escenificó de la manera más cruel la violencia contra la mujer, el final de su puesta en escena –en el que Carmen es apuñalada por un Don José enloquecido– aborda el problema sin enmascararlo con medias tintas, y haciendo que la muerte horrible de la protagonista nos resulte insoportable.

 

Un momento del primer acto de Carmen.

 

Hay muchas ideas y sensaciones que se unen en Carmen. La ópera se basa en la novela homónima de Prosper Mérimée (1845), que relataba una historia de amor, celos y crimen en la Andalucía de principios del siglo XIX. Por tanto, uno de los temas de la ópera es la España brutal que se imaginaba por entonces en las capitales de Europa, y en particular en París, donde la fascinación por lo exótico reducía toda España a una suma de tópicos entre los que destacaban las corridas de toros, las gitanas temperamentales, los hombres muy machos y el folklore pre-ilustrado, abundante en supersticiones.

 

A la vez, la Carmen de Bizet –gracias al admirable libreto de Henri Melhiac y Ludovic Halévy– se alejaba de la de Mérimée en un aspecto esencial: la protagonista era una mujer que afirmaba su independencia –en la novela no era tan moderna–, y llevaba su libertad hasta las últimas consecuencias, aceptando la muerte antes que la sumisión. La muerte de Carmen, por tanto, se presenta como un acto injusto, arbitrario, innecesario, lo que permite una lectura contemporánea en clave de denuncia de la violencia de género como una lacra social injustificable.

 

Bieito ha dicho que Carmen representa un choque frontal entre los machos y las mujeres, es decir, entre la versión arrogante y posesiva del hombre, y la mujer que lucha por anular la sumisión a la que se le quiere reducir desde la óptica machista. Y en la producción ese choque se manifiesta continuamente con un gran trabajo actoral en el que participan los cantantes solistas y el coro. La acción de esta Carmen se sitúa en la década de los 70 del siglo XX, en algún punto entre la agonía de Franco y la llegada de la democracia a España, un tiempo incierto, de modernización a la vista, de intuición de un tiempo nuevo. Si bien la ópera transcurre en Sevilla, en esta producción el lugar es la ciudad autónoma de Ceuta, un espacio poroso para el contrabando y la vida al margen de la ley, en el que hay una gran presencia de legionarios y guardias civiles: Carmen los seduce a todos, y no hay un solo hombre que observe a esa gitana temperamental –de vestuario y movimientos sensuales– sin delatarse con una concupiscencia ridícula.

 

Un momento del segundo acto de Carmen.

 

Si el tópico del siglo XIX era que España estaba congelada en el tiempo, esta producción retoma la idea y la traslada a un pasado cercano, que todavía activa resortes nostálgicos –entre los fetiches que salen a escena están el toro de Osborne, los modelos de coches baratos, las ya desaparecidas cabinas de teléfono, etcétera–, y se convierte en una Carmen conceptualmente resistente que activa las teclas correctas del recuerdo.

 

Finalmente, Carmen es una ópera sobre el sexo y la muerte –los dos ejes del impulso vital según Freud, eros y thánatos–, y esas fuerzas colisionan con resultados fatales en el argumento, pero con una deslumbrante escenografía en la producción no exenta de polémica en algunos teatros: Bieito sugiere, y muestra furtivamente, el acto sexual a lo largo de la ópera, y la muerte estalla en su versión más cruel en el cuarto acto, después de haber transformado sutilmente los aires de comedia y vodevil parisino que marcan el principio, para pasar a algo parecido a una tragedia al estilo griego.

 

El secreto de esta producción –y lo que la hace, como decíamos, incombustible y pertinente– está en que, bajo una apariencia grotesca en la que se nos aparece lo más primario del comportamiento humano, también se combinan la risa y el dolor, la alegría que Carmen transmite con su música y su personaje libre y prometedor, y la indignación al desencadenarse ese final espantoso. Bieito dio con la fórmula para unir los elementos que hacen grande a Carmen –aire español, denuncia social, velocidad musical, humor y drama realista–, y el tiempo no ha hecho más que validar su propuesta.

 

Lucía Astigarraga y Josep Pons. Foto: Toni Bofill.

 

La partitura

 

Óperas como Carmen, que se encuentra entre las cinco más representadas de la historia, pueden ser una trampa para cualquier intérprete, pues a veces se sobreentiende que, de tan conocida que es, resulta fácil de tocar y cantar, cuando es todo lo contrario. Carmen no es una obra que se preste a la simple mecánica ensayada una y otra vez, sino que hay que intentar que suene como lo que es en lo más profundo de su origen: un híbrido entre comedia y tragedia –que resalte lo festivo y lo patético a la vez–, con números alegres en la tradición de Rossini, pero también con arias en las que destaquen la delicadeza y la fuerza propias de Verdi, como demuestra el contraste entre la presentación de Escamillo y los complicados números individuales de Don José y Micaëla.

 

A la vez, Carmen debe ser entendida como una obra española, no por su nacionalidad –es puro romanticismo francés–, sino por su feliz inspiración: según Josep Pons, maestro titular de la Orquesta del Gran Teatre del Liceu, que dirigirá todas las funciones, Carmen es la gran ópera española de todos los tiempos, conectada en espíritu con la música de Albéniz, Granados y De Falla, un repertorio que domina y que le permite abordar a Bizet desde otro ángulo con posibilidades interesantes. Junto con la orquesta y el coro, que deben ser dos masas bien engrasadas para que la partitura de Carmen brille –y no simplemente aparezca de manera rutinaria–, estas funciones contarán con un experimentado elenco vocal que cubrirá todos los papeles principales con dos cantantes.

 

Clémentine Margaine y Varduhi Abrahamyan. Foto: Toni Bofill.

 

La protagonista la encarnarán dos mezzosopranos, la francesa Clémentine Margaine y la armenia Varduhi Abrahamyan, ambas habituales en pasadas producciones del Liceu y perfectas conocedoras del rol de Carmen. El papel de Don José, para tenor lírico, será para los estadounidenses Michael Spyres y Leonardo Capalbo, ambos dotados con el equilibrio entre juventud, timbre bello y frescura que exige su personaje. El torero Escamillo recaerá en los barítonos Simón Orfila y Eric Greene, mientras que el papel breve, pero fundamental, de Micaëla –que sostiene la emoción en el tercer acto– lo defenderán las sopranos líricas Adriana González y Jeanine De Bique.

 

Los papeles menores serán para un único intérprete en todas las funciones: Felipe Bou cantará a Zuniga, Toni Marsol a Moralès, Jan Antem al contrabandista Dancaire, Carles Cosías será el Remendado, y las amigas de Carmen, Frasquita y Mercédès, las defenderán Jasmine Habersham y Laura Vila. De la unión de grandes voces, un coro exultante y una orquesta viva, salen grandes versiones de Carmen como las que nos esperan.